Me disgusta sentirme como una aplicación a la que ejecutan en segundo plano.
Hace unos meses, en la oficina de un profesor que se debatía por qué los estudiantes de periodismo no quieren ser periodistas y si los estudiantes de derecho querrán ser abogados o los de medicina médicos y los de música músicos… le dije que existe, y no la comprendo, una suerte de encanto por el desencanto.
El que más se queje ha de ser el que gane la carrera del despertador: que el trabajo esclavizante y el calor de la oficina y la multitud de personas en la calle caminando pero también la multitud de autos y el tráfico y el metro que lleva haciéndonos llegar tarde toda una semana y la comida saludable que antes de ser saludable es carísima y el ascensor que no llega y el bus que no pasa y… todo lo demás que pueda ser una excusa para quejarse.
Me entristece saberme en los afanes. Que no me puedan ver a los ojos cuando me encuentro con alguien en una cafetería porque deben responder un mensaje en su teléfono. Que no pueda hacer una pregunta en una tienda si mi intención no es comprar. No saber cuándo me están contando algo nuevo o están enviando una nota de voz a alguien más. Que tenga que quejarme de todo y sumarme a un inconformismo desesperado para estar en sintonía con la realidad. Puede que toda esta réplica sea parte de ese juego interminable muy lo mal que estoy y lo poco que me quejo, no sé.
Elijo la espera. La invitación al café y la visita sorpresa y el abrazo desprevenido y el regaño del jefe con precisión y caminar aunque haya gente y subirle volumen al radio en el auto cuando hay mucho tráfico y los regalos que no se compran porque se hacen con las manos y la vida lenta; la felicidad anticipada.
Ayer, después de una tarde con mis amigas, recordé una cita: \”algunas personas se quejan todo el tiempo de que las rosas tengan espinas… yo estoy agradecido de que las espinas tengan rosas\”.