Día 1: Duele.
Día 2: Entre la oscuridad lo único que queda es pensamiento.
Día 3: Para qué un chango, un guacamayo, la línea en blanco, una bicicleta, las risas y las letras, un trozo de guayabo o ramitas de cidrón para la gripe, el plato mismo de frutos después de recibir una noticia trágica o el retrato de un hocico que palpita entre los costados. Para qué la alegría de pensar que somos.
Día 4: Para qué el mar, la noctiluca, lo iridiscente y el cielo mismo; o un barco frágil de papel que viaja kilómetros a visitarte, una cajita musical que canta un recuerdo o notas de madrugada y susurros sinceros. Para qué las luciérnagas los besos y los puñados de estrellas o el abrazo sincero que espera que cuando todo termine igual podamos estar… para qué la alegría de pensar que estamos.
Día 5: Para qué el desgaste inútil de la palabra y el gesto en quien solo nos habita como un un lugar de paso, un mientras tanto, un favor amable. Para qué fabular la vida.
Día 6: Alguna noche, cuando el llanto confunda el dolor posquirúrgico en los ojos con el del llanto mismo; que el suspiro que seca las lágrimas sea la certeza de que amamos, pero somos prescindibles… y no siendo suficiente: reemplazables.
Día 7: Siempre duele más.
“Siempre, siempre, hasta la noche”, dice un poema de Sabines. Así, siempre duele más, hasta que duele menos.