Mire, quisiera ser breve porque conozco las muchas ocupaciones que debe atender: mirar por la ventana el día frío mientras recuerda cómo conoció a Valeria. Buscar un abrigo y encontrar que su abrigo es ella. Calentar una bebida, seguir en el recuerdo, detenerse: preguntarse qué tanto ha modificado el recuerdo, corroborar datos, seguir, seguir, seguir.
La vida de un jubilado no es nada fácil porque, aunque suene irónico, extraña cada lagartija en la madrugada lluviosa, la gota de sudor, los músculos hinchados, los gritos de un superior insatisfecho y lleno de cólera por algún sueño frustrado, en fin. Cada sombra.
No sé. Necesito contarle que llevo días, meses, escribiendo esta carta con una única duda como asunto a resolver. Sin embargo, me quedé un tanto preocupada la última vez que le vi por allí en alguna palabra.
Ya. Ya sé que los años no llegan solos y la guerra no le deja a nadie el coco intacto, pero si no me he callado antes, cuando sí debía, este tampoco será el momento.
Usted, que me aventaja en experiencia, entenderá pues que como en la guerra, a diario tenemos que ver cómo algunos amigos mueren en nuestras narices y cómo, con muchísimo dolor, morimos para ellos y nos dejan allí tirados, porque el muerto al hoyo y el vivo al baile.
Pues bien, este último mes he aprendido sobre la guerra más de lo que mi padre, Sargento Viceprimero, ha podido enseñarme en toda mi vida. No importa, al final nada importa. Esa ha sido una de las muchas lecciones.
No hay tanta diferencia entre un hombre de 65 y una joven de 19, créame. Igual de obstinados: uno por muy viejo y la otra porque ese viejo qué va a saber.
El caso es que, supe que se marcha y me he venido entrenando para las despedidas aunque realmente debiera entrenarme para ver alejarse a quien, inescrupulosamente, se marcha sin despedirse.
Estará pensando entonces que adónde quiero llegar, que usted no es mi amigo y verá si quiere marcharse o morirse. Ya sé que no le importa en absoluto pero, si sigue leyendo, tenía una única pregunta: ¿A quién iba a dispararle cuando Valeria lo besó y salvó a tal desdichado?
No sé por qué ando con la loca idea en la cabeza de que el arma apuntaba hacia usted mismo. Entonces, piense bien: hoy, que por fín tuve un minuto para escribir la carta que siempre redactaba de maneras diferentes mentalmente, pensé que si El Comandante deja de ser El Comandante; pues, si decide morir: Valeria dejaría de ser Valeria, porque la Valeria que conocemos jamás se enamoraría de un hombre que no fuera usted, aunque quiera llevar el mismo cargo, el mismo apellido y hacerle oda.
Piense también, si tanto aprendió de sus guerras, que no es nada glorioso darse por vencido.
Y por último, respetado Comandante Robles: piense en Valeria, la mujer que lo mantiene vivo. ¿Quiere matarla a ella también al saber que se ha quedado sola?… Siempre se puede morir un poco, deje de negarse.
¡Y vaya muerte!, la suya y la mía.
Con cariño, lo juro.
***
Conozca a El Comandante aquí, si sigue vivo.
Un gusano en la cabeza. Tres disparos: uno por cada personaje que me perturba. Una carta que no se podrá responder.