Camilo tenía la letra cursiva más hermosa que había visto jamás.
Su caligrafía no se alejaba de lo que él era: proliijo y bien portado.
Es el único recuerdo del que puedo agarrarme, el resto de la historia son puros desencuentros y una despedida. Quizá me equivoque: nos conocimos a los cuatro años. Se fue a la capital a los siete. Regresó a Medellín a los trece para decir adiós y viajar a Italia con su familia (yo no alcancé a verlos aquella vez)… a los dieciséis salía de mi oficina (en mi primer trabajo) cuando supe que estaba en casa, había regresado, y actualizaría el mismo recuerdo: prolijo y bien portado. Más alto, sí, esta vez sin las gafas azules que usaba en preescolar.
La mamá de Camilo se parece un poco a la mía. O mi mamá se parece un poco a la mamá de Camilo. Ambas son un poema, una sonrisa larga que acaricia y una lección de templanza. A la mamá de Camilo la recuerdo como a él, en puros flashbacks.
Hoy tuve que escribirle a Camilo después de mucho tiempo y escuchar una despedida que no es la suya: \”tranquila, brujita, que este año vamos a visitarlos\”, le decía su mamá a la mía para cada Navidad. Me habría gustado viajar con las palabras para regalarle a Camilo un poema:
Mira dos veces el huerto que florece bajo la lluvia gris
Y los cielos rosas y fríos que traen una doble sorpresa.
Soporta cada requerimiento una y otra vez;
la experiencia multiplicada por dos – la deuda reconocida.
Ordena al espíritu tembloroso, al nervio inmediato
que sirva bien al amo esquizofrénico,
si no el amor ciego vagará extraviado
igual que un émulo sin hogar.– Carson McCullers
Quisiera repetírselo como un himno y que él lo conserve como un secreto, aunque nada nos lleve al recuerdo del otro; aunque solo pueda describirlo a partir de la caligrafía de un niño que apenas se inicia en la escritura guiado por la tenacidad de su mamá, que cultivó en él y su familia lo que era ella en esencia.