La casa estaba gélida cuando se escuchó el timbre.
Era ella, la estaba esperando desde hace horas en un mudo vaivén.
De niña le costaba entender cómo los mayores se desprendían fácilmente de su dentadura cuando el ortodoncista les propone una sonrisa nueva, sin siquiera hacer un duelo, aceptan tranquilamente una encía húmeda, blanda y desdentada que sonríe de mentiras. Todavía le cuesta un poco entender cómo algunos otros no pasan los días pensando en los vestidos de infancia que ya no pueden usar, los que acompañaron sus primeras manifestaciones de que eran humanos en vez de maniquíes, que tenían sentimientos. Y seguro en unos años le costará un poco entender que a pesar de eso, ella también es nadie, también está perdida, también en la nada. Que buscar o no una puerta de salida resulta inútil pero que, entre laberinto y laberinto matutino, ocultarse de sus propios fantasmas en esquinas remotas puede ser una opción: la danza, la música, los recuerdos.
— Pensé que no vendrías nunca.
No respondió.
— Pasa, estás en casa.
Llevaba medias veladas blancas bajo un abrigo pesado del cuello a las rodillas color granate, guantes negros en las manos y unas delicadas zapatillas de charol cubriendo sus pies. Bajo el abrigo, un frágil vestido también negro, acinturado, con vuelo en la falda y un tierno escote en el pecho.
Se quitó los guantes, sus pequeñas uñas iban perfectamente de acuerdo al traje, descargó sus pocas pertenencias y tomó un taburete sin decir nada, esperando que él entendiera que era el momento.
Pasábanse horas sin oír el menor ruido hasta que una finísima voz se escuchó decir: si no practicas en mi ausencia va a ser evidente siempre que me veas. Ambos pensaron en que debían estar cerca más a menudo para entrenar los nervios, aunque también eran conscientes que se refería únicamente a las clases que le había contratado y que nada tenía que ver lo que gritaban sus silencios con lo que se suponía que los unía esa tarde.
Mimsy, así se llamaba la que para él resultaba un ángel, era su institutriz de piano que cada semana lo visitaba para dejarle lecciones, pero últimamente acostumbraba no cumplir con el horario y a la semana siguiente aparecer sin explicación alguna.
No eran necesarias las explicaciones, Paul la conocía lo suficiente para desear retenerla, sabía que simplemente un día dejaría de ir, y a la semana siguiente también, y a la siguiente también, y a la siguiente…
Era su gran temor no tan secreto. No se puede amar sin poseer. Sin querer poseer. Sin pretender poseer. No se puede amar. Pero bien sabemos que las cosas no siempre resultan como esperamos, que no siempre obtenemos lo que queremos, y que al final, aunque se niegue el amor, parece ser inherente a la existencia misma.
Con las mismas manos que jamás araron tierra, las que sonaban el piano en ese instante, sudorosas, temblorosas, años atrás había rodeado esa pequeña cinturita que estaba a su lado corrigiendo la torpeza irremediable de sus movimientos: —que ahí va crescendo y que en el compás siguiente es estacato, que suelte de una vez el pedal, que suelte de una vez los recuerdos.
Parecía que de sus ojos y su cara saltaran chispas. Parecía que sus manos olvidaran la melodía que sabía de memoria, quizá a propósito, como necesitando que se la enseñaran una y otra vez. Parecía que tuviera el alma alegre y el vino triste. Parecía querer encapsular el tiempo y tomarlo de a poquitos siempre que necesitara sentirse livianito.
Trémulo y ronco interrumpió su interpretación preguntándole si podían tomar algo. A lo que no se opuso. Sirviéronse entonces pastel de damascos y dos tazas de té, como en un truco cómodo por conseguir algo aunque no supieran si ambos la misma cosa, Mimsy dejó su abrigo a un lado y las miradas hablaban por sí solas.
— ¿Ya me perdonaste?
— ¿Perdonarte? ¿Quién soy yo para perdonarte y quién usted para pedir perdón?
Su hermosura y bondad, características de la naturaleza femenina, se diluían entre lo vil que podía llegar a ser en sus respuestas, y cualquier grado de belleza, gracia y persuasión eran usados como flecha esbelta y veloz directico al punto aquel que nadie sabe cómo llamar pero que duele increíblemente.
— Si me dieras la oportunidad de definirte, diría sin miedo a nada que – Ni siquiera te atrevas, ya se te salió de las manos alguna vez. Te admito que tengas tus dioses literarios, yo tengo los míos. Te admito que no pares de contar, aunque las letras a veces se te derramen por todas partes, pero por favor, y en esto quiero ser irreductible, no adjetives sin necesidad.
— Si así lo quieres entonces juguemos a contar un cuento, pero escribámoslo juntos, como antes.
— ¿A esto querías llegar?
— No sé realmente a dónde quiero llegar
— Parece que se te ha olvidado todo lo que ya se ha dicho: “no empieces a escribir sin saber desde la primera palabra a dónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia de las tres últimas”.
— ¡Casi!… ¿y si lo hacemos a modo cadáver exquisito?
— Lo único en lo que coincidimos allí es en que también estamos muertos. ¿Te parece si continuamos con la clase?
Haberse quitado el abrigo no era suficiente para que Mimsy dejara de sentirse como con un millón de kilos encima, a punto de desplomarse. Parecía que el pasado le pesaba tanto como a Paul, pero no quería verse débil. Así que se puso de pie y con dos o tres pasos se dirigió nuevamente al piano. Desde el sillón en el que se encontraba Paul, la imagen de Mimsy se hacía cada vez más difusa, hasta desaparecer.
Ya no estaba su abrigo, ni sus guantes, ni sus pertenencias. Tampoco estaba Mimsy. La casa estaba gélida y él interrumpió su mudo vaivén para dirigirse a abrir la puerta a la que recién llamaban. Su imaginación le había jugado una mala pasada… pero cualquier cosa era mejor que su ausencia.
“La historia está hecha de gente muerta, y el futuro de gente que va a morir”, debo ser entonces un híbrido entre lo uno y lo otro, se repetía mentalmente. Al abrir la puerta Paul solo pudo verse a sí mismo, y al verse a sí mismo, despertó.
Su cabeza yacía sobre un almohadón por suerte desplumado, nada que pudiera succionarle la sangre o los recuerdos como le ocurrió a la bella Alicia en uno de los cuentos de Horacio Quiroga, uno de sus \”maestros\”. No supo si alegrarse o apenarse por la situación, tenía en su puño derecho un pañuelo amarillo que Mimsy había olvidado en su última visita y bajo su almohada una carta que había descubierto en la misma fecha:
Querido Paul:
Las despedidas son despedidas para quien dice adiós, aunque quien se despide nunca sepa finalmente si el despedido también quería hacerlo.
Pretendo con estas palabras que no olvides lo que hemos construido, que no olvides sobre todo, que somos anónimos, que somos extraños, que yo soy el otro, que tú eres el otro… y que no me necesitas.
Que saldrás a la calle y encontrarás más espejos para recorrer túneles sin salidas. Porque ya sé que para tí, tanto como lo fue para mí, y como lo ha sido para otro sin fin de personajes, la soledad resulta ensordecedora. O mon âme, n’aspire à la vie immortelle, mais épuise le champ du possible (Camus, 1942).
Por favor, no esperes ver la obra terminada, porque esta historia no tiene fin: si acaso somos un cadáver exquisito de lo no dicho todavía y esto no podría ser de ninguna manera la representación de un buen decálogo porque nuestra historia, si se teje, tiene cinco hilos, cuatro espacios y posiblemente esté en clave de sol.
Ya sé que quisieras ser un perfecto cuentista, pero, cariño, esto no es un cuento…
No hay final feliz.
Mimsy.