I
No recuerdo qué me trajo aquí, pero puedo nombrar lo que hace que permanezca.
II
Aquí es una palabra que ata y desata: me mantiene donde estoy pero mientras la nombro se desvanece y, quizá, al terminar de decirla es otro aquí y no allí, donde estaba antes.
III
Hay personas a las que, sin conocerlas, se les tiene un profundo respeto: uno que se confunde con el miedo e imposibilita decir. Decir me hace sentir cerca lo lejano.
***
III
La primer vez que lo ví, no pude ni reaccionar. Alto. Delgado. Elegante. Con la piel tan ajada como uva pasa y el olor a talco que me recordaba a mi abuelo paterno. Sombrero. Traje. Corbata mate. El sueño de la moda frente a mis ojos. No tuve nada que disimular, era evidente: estaba petrificada. ¡¿Qué podría decirle a semejante figura?! Hablamos durante horas sin parar. Pude preguntarle sobre su oficio, sobre la vejez, incluso siendo impertinente, sobre su vida. Nos unió, de punta a punta, el tema que para mí resultaba más importante: el miedo. “No adjetives sin necesidad, ten siempre un lápiz a la mano, anota todo: todo”, me sugirió: “los lugares son importantes, las personas son importantes, el clima es importante”. Y sobre el miedo, cuando pensé que diría que no debía sentir miedo al fracaso, confesó que es natural sentirlo: “No soy lo suficientemente bueno, podría ser mejor: ese es mi mantra”. Y me quedó dando vueltas en la cabeza como si lo hubiera visto una publicidad perfectamente diseñada para tenerla siempre en mente. Le conté que ya lo había visto antes, cuando leía sus libros sentía que había una especie de comunión entre ambos, aunque seamos opuestos: él, con su vida prolija y muy bien planeada; yo, con mi torpeza de la juventud lanzándome al mundo y queriendo degustar la vida de a bocados. Le conté que, todos los días de la vida, siento miedo. A no dar la talla, a defraudar a este o a aquel, a defraudar a mi yo interna, a equivocarme, a no ser capaz, a no encontrar nada que me llene, a encontrar algo que me llene y no tener nunca más una búsqueda o motivación, en fin. Miedo a -robando sus palabras- sentirme como pianista en un burdel: todo el mundo sabe que está allí, pero nadie le escucha, porque no llegan allí para verlo tocar. La primer vez que lo ví, no pude ni reaccionar. Alto. Delgado. Elegante. Con la piel tan ajada como uva pasa y el olor a talco que me recordaba a mi abuelo paterno. Sombrero. Traje. Corbata mate. El sueño de la moda frente a mis ojos. Hay personas a las que, sin conocerlas, se les tiene un profundo respeto: uno que se confunde con el miedo e imposibilita decir. Decir me hace sentir cerca lo lejano. La primer vez que lo ví fue al nombrarlo.
II
Aquí, es el periodismo. Hoy, ayer, mañana. Camino el periodismo, sudo el periodismo, leo el periodismo, veo al periodismo, peleo con el periodismo, le sonrío, me hiere, y pese a todo, nunca me suelta. Me abraza fuerte. Aquí, agazapada. Aquí, huidiza. Aquí temeroza. Aquí, erguida. Aquí, perenne. Aquí, temeraria. Aquí, es todo al tiempo: todos los sentidos enviando información a mi cerebro de lo que hay y lo que no. La ausencia de lo que falta pero también la ausencia de lo que nunca estuvo allí y por tanto, no hace falta. Aquí es el sueño. Aquí, el ensueño. Aquí: los sinónimos y los antónimos. Aquí, Talese, el hombre de traje, elegante, alto, con olor a talco como mi abuelo.Aquí, yo, viéndole, sintiendo respeto y miedo y respeto y miedo y titubeando al contarle que no quiero saber a comida de hospital ni sonar a música de ascensor. Aquí es una palabra que ata y desata: me mantiene donde estoy pero mientras la nombro se desvanece y, quizá, al terminar de decirla es otro aquí y no allí, donde estaba antes. Aquí, es el periodismo.
I
Antes de despedirnos: El beso en la mejilla. El olor a talco que quería guardar en un tubito de ensayo y abrirlo siempre que sintiera miedo. Lo prolijo. La exactitud en sus palabras. La precisión en sus silencios. Antes de despedirnos, las ganas de capturar cada detalle de ese encuentro y guardarlo como un retrato, deseando que no se desvanezca pero viendo envejecer la tinta. Antes de despedirnos confesarle: No recuerdo qué me trajo aquí, pero puedo nombrar lo que hace que permanezca: un día, mientras me debatía sobre seguir o no seguir en el periodismo, quise distraerme y leer la revista a la que recién me había suscrito. Similar a una epifanía, el primer artículo que me encontré, era sobre el boxeo… y se preguntarán, ¿por qué el boxeo podría parecerse a una epifanía en ese contexto?, lo primero a decir es que pudo distraerme, como esperaba, lo segundo es que el artículo era de Gay Talese -Alto. Delgado. Elegante. Con la piel tan ajada como uva pasa y el olor a talco que me recordaba a mi abuelo paterno. Sombrero. Traje. Corbata mate. El sueño de la moda frente a mis ojos. El profundo respeto, sin conocerle- y me decía: \”El boxeador pelea por sí mismo. Está solo en el ring. Si gana, gana; si pierde, pierde. ¿A quién podría echarle la culpa?, ¿qué puede decir? Nada, fue su culpa. Tiene que admitir su responsabilidad\”. Y entender que eso tiene todo que ver, con el periodismo y con la vida misma. Esta vez no le vi en el cuadrilátero, no, le vi en un sueño. Antes de despedirnos, darle las gracias porque sin saber qué me trajo aquí, estoy convencida que obras como las suyas, me mantienen.