En la primaria un par de “amigas” me aplicaron la ley del hielo porque otra “amiga” se los había pedido para incluirlas en su grupo de populares.
En la secundaria un par de “amigas” en el baño estaban declarando la parte más linda del cuerpo de cada una y me dijeron (en la cara) que yo no tenía ninguna, que era fea. Y eso que era un colegio de monjas donde “los valores son lo más importante”. Já.
En la universidad una conocida me dijo que era solapada por meterme con este o aquel, cuando todos me veían como “niña buena”, como si mi intimidad tuviera que ser pública o peor aún, como si meterme con este o aquel me hiciera mala. Qué barbaridad.
He visto a todas las mencionadas muy orgullosas hablando de feminismo y publicando sus fotos a blanco y negro mientras las escuchamos criticar a otras mujeres en los baños de las discotecas (cuando se podía salir a bailar).
Siempre que pienso en las más de siete veces que me han etiquetado para participar en el reto, recuerdo la siguiente historia: un día, una de mis mejores amigas -excelente en su quéhacer- decidió renunciar a su trabajo. Quien era su “amiga del trabajo” le dijo que por fin, que no veía la hora de que ella renunciara (o que la echaran) para poder quedarse con su puesto. Y pienso en ella porque a menudo habla de feminismo y me pregunto cuántas veces no pasaremos de incoherentes -o hipócritas- con lo que promovemos.
Ojalá este tipo de retos que hoy tienen mi Instagram lleno de fotos a blanco y negro trascendieran la virtualidad y realmente aprendiéramos a amarnos y respetarnos unas a otras. A hablarnos desde la admiración y no desde la envidia. A abrazar la diferencia en lugar de repararla. A compartir los aprendizajes propios en lugar de pisotear las enseñanzas y el crecimiento de las demás.