Algunos verbos solo se usan para metáforas sosas y analogías románticas.
No hay preocupación, basta con que de pronto te golpee en la cara sin tiempo de esquivarlo y casi te grite que siempre lo has conjugado mal.
Los últimos días no he parado de pensar en eso: me temblaban las manos, estaba pálida, fría, era casi la una de la mañana y yo caminaba de prisa pensando en lo que podría ocurrir si me atrapaban. La impresión que genera esta escena es totalmente contraria a lo que realmente ocurría; yo no estaba huyendo.
Pero no se llega a esta conclusión de la nada, le he dado todas las vueltas posibles al asunto hasta asegurarme: no, escapar no es ir en dirección contraria a algo pretendiendo liberarse de equis o ye cosa, ni salir por la puerta de atrás; a veces escapar es ir al encuentro o en busca de.
Me resulta particularmente paradójico que un verbo que produce tanto miedo y adrenalina pueda también generar tanta tranquilidad y regocijo.
Estaba allí. Abrí los ojos sobresaltada y apenas si pude reconocer el lugar. Observé cada detalle que medianamente me permitía la oscuridad y dos segundos más tarde giré a mi izquierda y estaba allí. No pude controlar el impulso: le abracé como el niño que se reencuentra con sus padres el primer día de preescolar. La misma energía, la misma felicidad inexplicable, el sentimiento de plenitud más extraño y las ganas de eternizar la mirada fija con ojos enormes que no me despegaba después del abrazo.
Sos un sueño, dije en vos baja. Uno muy bello, completé.
Y mientras escuchaba su voz, plácida, cerré los ojos nuevamente.
Escapar, esa palabra formada por el prefijo latino ex– ‘fuera’ y el sustantivo cappa, alude al acto sencillo de quitarse la capa, según dicen, para escabullirse sin ser descubiertos. Sin embargo, más de un experto en ilusionismo ha llevado a cabo múltiples números de escapismo… con la capa puesta.
Regresé a casa a eso de las cuatro de la madrugada para que al amanecer ninguna cama estuviese vacía, saludé al portero con la mirada gacha, una sonrisa maliciosa y la dosis de vergüenza imaginable, no asistí a clase de seis, ni fui a la oficina a trabajar y al salir de clase de escritura, cuando le vi en los pasillos, se acercó sin ningún disimulo para abrazarme.
Lo que el portero pudiera decir a mis padres, exponerme a altas horas de la noche, perder el parcial de mi clase de seis, acumular trabajo en la oficina, cada posible consecuencia eran pequeños golpecitos en la mejilla como tratando de desdibujar la sonrisa, pero ninguno lo suficientemente fuerte para creer que no debía repetirse.
En el abrazo desperté.