Flotar

Carta de una (aprendiz de) bailarina

Soy una chica delgada que jamás hizo algo por su cuerpo

Así pues, soy una chica delgada y terriblemente rígida.

Cada uno de mis huesos traquea cuando cambio de posición mis pies: de segunda a quinta y luego relevé sous-sus. Se escuchan romper las rodillas después del “demi-plié, grand-plié”, y mi cadera se descoloca cuando, en el aire, me exijo hacer bien un ronde jambe queriendo lograr los noventa grados a la altura del piso sin modificar mi postura y colocación, pero alcanzando –con suerte y trabajo duro– unos cuarenta o cuarenta y cinco grados.

¡Cambré!, se escucha sutilmente en el salón de danza, subo el brazo derecho a quinta posición, el izquierdo permanece en la barra, giro la cabeza hacia la diagonal derecha y sostengo la mirada por sobre el codo. Mi espalda, como plastilina vieja, se dobla hacia atrás y regresa lentamente antes de poder fracturar alguna vértebra. Nada es fácil, nada. Cada uno de mis músculos se quema dentro y quisiera poder hacer una descripción más cercana de lo que siento pero no existen palabras para pintar un paisaje que no se ve: el dolor.

No es más fácil tomar lecciones de ballet para una chica delgada solo por ser delgada. Exige, exige muchísimo, y de no gustarme tanto, abandonaría las clases como abandoné cada uno de los deportes de los que mis padres y profesores intentaron enamorarme en la infancia.

Uno no se enamora de lo que uno quiere, yo intenté: volley, basket, kitball, baseball y nunca aprendí a nadar.

Uno se enamora –por suerte– cuando menos espera de lo que nunca pensó. En mi caso, un recuerdo de mis seis años con un tutú color rosa en clases sabatinas: un lugar común.

Ojalá pudiera contar que porfín logré el split perfecto, hago puntas, tengo hiperextensiones y hago una spagat bellísima. Pero estoy trabajando en ello, con mis tendones cortos y mis crespos recogidos, trabajo en ello porque después de cada clase intento describir lo que me produce estar allí, y no, no puedo, no puedo explicarle a nadie lo que se siente y en eso digo que es muy parecido a querer: nadie sabe cómo ni en qué momento, pero de repente sientes que estás flotando.

Todo esto para decir que, anoche, después de retomar mis lecciones de ballet, llegué a casa con una sonrisa de oreja a oreja y queriendo escribir esta carta. Me quedé pensando en por qué eso que nos hace tan felices tiene que parecer siempre inalcanzable, corto o inoportuno: un sueño. En que, si a mis seis años la academia de ballet a la que asistía no hubiera cerrado, es probable que hoy fuese bailarina y no estuviese pensando en mi futuro trabajo de grado. En que me hubiera gustado que fuese así, y en que pese a ser tarde para una carrera como bailarina, sigue haciéndome feliz dedicarle mis noches a esa práctica de poner a girar el alma y no sé si a eso se le llama resignación, conformismo, o tranquilidad.

Entonces resulta extraño: un día tenés una certeza y al otro no. Un día  tenés una ilusión y al otro pensás que jamás lo vas a lograr. Pero uno sigue ahí, a veces por obstinado y otras por perseverante, ninguna de las dos mejor que la otra, lo importante es que te haga flotar.

Cuando eso deje de ocurrir, es mejor saber marcharse.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *