En la cama, en el baño, en la cocina, en la mesa, en el estudio, siempre estoy escribiendo en mi cabeza. Cuando por fin tengo un minuto para tomar lápiz y papel, poco logro recordar: las palabras se ocultan en el desván de la memoria, con otro montón de trapos -quisiera decir intactos, sin usar- un poco sucios, un poco rotos.
«Regresaré al lugar en el que lo pensé» es uno de los trucos más usados cuando se intenta recordar y aunque hay quienes aseguran que funciona, no doy fe de ello. Para qué esforzarse, el recuerdo está ahí, solo hay que limpiar un poco el lugar, abrir las ventanillas para que entre un poco de luz y reparar las tablas para que no se escurran los trapos por allí.
Hace unos meses, cursando el primer módulo de un Diploma en Memoria Histórica, refutaba la profesora decepcionada al no encontrar la respuesta que buscaba entre sus estudiantes: «el solo hecho de escribir las palabras \’me acuerdo\’, despierta la memoria», con la esperanza de que alguien levantara la mano y trajera un recuerdo al auditorio. A su pregunta, ¿qué recuerda cuando se recuerda? dolor, momentos felices, hechos trascendentes fueron las respuestas más escuchadas, pero ninguno dijo recuerdo a mi papá entre el público cuando me animaba a cantar en los festivales del colegio, ni recuerdo a mi abuelo llevándome a practicar fútbol. No. Ella no preguntó eso.
No sé qué recuerdo, pero sé que algunas fotos no evocan ninguna memoria que no sea diseñada por los relatos de mis padres, como si nunca hubiese estado allí, aunque las pruebas digan lo contrario. No recuerdo nada de mi vida en la Capital, ni en los otros lugares en los que viví antes. Tengo un serio problema con el acceso a mis recuerdos y por eso siempre lo estoy escribiendo todo. El número de libretas en mi repisa se incrementa, todas con apuntes aparentemente inútiles, algunos sin terminar, con alguna hoja rota, otra explicando brevemente porqué la rompí, como en el afán de olvidar y luego de recordar porqué elegí olvidar. Einmal ist keinmal, decía Kundera en uno de sus libros: lo que solo ocurre una vez es como si no ocurriera nunca. Yo escribo lo que quiero que ocurra cada vez que se lea, escribo para no olvidar, porque en la memoria reside nuestra identidad.
Sobre el origen de la memoria entonces, se habrá hablado ya mucho, como el relato del Subcomandante Insurgente Marcos, Mexico, agosto de 1998:
Cuentan los viejos más viejos de los nuestros, que los más primeros dioses, los que nacieron el mundo, repartieron la memoria entre los hombres y mujeres que caminaban el mundo. Buena es la memoria -dijeron y se dijeron los más grandes dioses- porque ella es el espejo que ayuda a entender el presente y que promete el futuro.
Con una jícara hicieron los más primeros dioses la medida para repartir la memoria y fueron pasando todos los hombres y mujeres a recibir su medida de memoria. Pero resulta que unos hombres y mujeres eran más grandes que otros y entonces la medida de memoria no se veía igual en todos. Los más pequeños la brillaban más plena y en los más grandes se opacaba. Por eso dicen que dicen que la memoria es más grande y fuerte en los pequeños y es más difícil de encontrar en los poderosos. Por eso dicen también que los hombres y mujeres se van haciendo cada vez más pequeños cuando envejecen. Dicen que es para que más brille la memoria. Dicen que ese es el trabajo de los más viejos de los viejos: hacer grande la memoria.Y dicen también que la dignidad no es más que la memoria que vive. Dicen.
Pues entre las muchas cosas que pueda significar hacer memoria -capacidad de recordar, almacenar momentos, o convencerse de algo que realmente nunca sucedió- elegí adoptar la definición que le escuché alguna vez a un profesor-amigo: \”la memoria es eso que queda después del olvido\”.
Memoria como proceso, memoria sensorial, memoria genética, memoria informática; memoria a corto, mediano y largo plazo, memoria selectiva, memoria como género escrito, memoria como objeto de estudio. Memoria en las sombras, en el agua llovida y en los espejos rotos. Memoria en las esquinas. Memoria como lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. Memoria como las oraciones que aprendí a los 7 años pero que nunca rezo. Memoria como las canciones que ya no canto. Memoria como la melodía de piano que nunca terminé. Memoria como el sueño que no quiero olvidar y tengo que escribir antes de que solo se convierta en flashbacks durante el día. Memoria como te quiero, no te vayas y te extraño. Memoria como calzones negros, borgoña, rosa, blancos. Memoria como 2×2=4 y la energía nunca muere, se transforma. Memoria como tenía los labios secos. Memoria del abrazo olvidado. Memoria como nostalgia de un lugar no visitado y una persona des/conocida.
Contabilizar los días es, de alguna manera, hacer memoria. En La loca de la casa, la española Rosa Montero explica que las obsesiones de algunas personas al querer cambiar de auto, residencia, amantes, es si acaso una estrategia desesperada para tener algo que recordar.
Ella por ejemplo, recuerda su vida por sus novelas publicadas y amores relevantes, que son casi lo mismo. Yo en cambio, cuando pasen los años, mis recuerdos vendrán con la etiqueta de trabajos ejercidos: a los 8 años me pagaban por cantar en un coro, así fue a los 12, a los 14, en coros diferentes. Recuerdo los directores, los amigos, las presentaciones y la letra de cada canción. A los 16 trabajé en una oficina de créditos, sacando provecho de la educación técnica en comercio y de lo grácil que me había hecho el colegio de monjas en el que crecí. Saludar, sonreír y mantener la calma con los usuarios desesperantes era el día a día. A los 18 trabajé por primera vez en periodismo, redactando noticias estudiantiles en el portal universitario. (Ahí voy contando).
«La memoria como una resistencia a la muerte—alegaba otra vez la profesora del diploma, pero nadie la interrumpía con ningún recuerdo—¿qué se olvida cuando se olvida?, cuando uno recuerda ni muere ni deja morir hechos». Creo que no. Creo que cuando uno recuerda reelabora el pasado de acuerdo a lo que necesita el presente y el olvido es la memoria del pasado que el presente no necesita. ¡Porqué andaremos siempre haciendo oda a la memoria sin considerar el olvido como una decisión, también de fundamento!
Yo olvido hacer el jugo, apagar el arroz, lavar la ropa y los trastes. Olvido visitar a mi amiga embarazada, olvido visitar la bebé recién nacida. Olvido prestar el libro, olvido devolverlo, olvido reclamar el dinero que me deben, olvido que tengo las gafas puestas, olvido mis sacos, ya olvidé también algunos besos, olvido lo que estoy diciendo cuando lo estoy diciendo.Olvido comprar cidrón en vez de valeriana. Olvido las llaves, el lapicero, la libreta de ilustraciones. Olvido revisar la lista de \’no olvidar\’. Olvido programar la alarma. Olvido el almuerzo. Olvido las calles y las rutas. Olvido hacer deporte, hacer llamadas. Decir lo que aunque parezca obvio, hay que decir.
Si me dieran a elegir, como a romper la hoja de mi libreta, olvidaría las mismas fiestas, los minutos incómodos, las preguntas molestas: ¿por qué tan flaca? ¿por qué te cortaste el pelo?¿por qué te lo dejaste largo?¿por qué no te lo planchás?¿por qué no te lo dejás crespo?¿por qué lo cambiaste de color?¿por qué no lo cambiaste de color?¿y el novio?¿y el trabajo?¿y la universidad?¿para dónde vas?¿cuándo regresás?¿con quién vas?. Las mismas respuestas. Olvidaría las edades, pero los años vividos y los por vivir no podrían contarse ni con la etiqueta de auto, trabajo, mudanza, amores o publicaciones. Olvidaría las rutinas: dormir a las 12am, despertar a las 4am, ir a clase de 6am, desayunar a las 8am, almorzar a las 12, trabajar a la 1pm, regresar a clase después de las 4pm, llegar a casa a las 9pm. Olvidaría, en palabras de Héctor Abad Faciolince: esa felicidad, esa seguridad de repetir los mismos gestos cada día. Un día sí y al otro también. Y en ocasiones, extrañando recordar esa comodidad, elegiría olvidar que puedo olvidar, no por error, por elección.