La fórmula del miedo

Colgué el teléfono y reventé en llanto.

La escena es fácil de imaginar: estoy tirada en la cama de mi mamá boca abajo sobre la almohada, esperando que absorba las lágrimas que se derraman mientras le respondo a quien está tras la línea: bien, todos estamos bien, ya queremos tenerte aquí de nuevo.

Subí al taxi y reventé en llanto.

La escena es fácil de imaginar: un taxista no tan viejo está escuchando Black Sabbath, tomo el teléfono móvil y llamo a mi mejor amigo: no contesta. Llamo a mi hermano y confieso: estoy muy asustada, siento pánico. El conductor evita mirar al retrovisor.

Toda la semana estuve pensando en ello:

I

En un parque infantil, una niña de once años abraza con fuerza a otra de seis.

Frente al columpio color azul, estáticas, se encuentran rodeadas de avispas.

Se protegen la una a la otra y dos minutos más tarde un aguijón  es enterrado en la pierna derecha de la niña más grande.

II

En la habitación 501 de un hospital, una mujer llora.

En la camilla, con un catéter en la mano izquierda, su esposo le sonríe tratando de mostrarse fuerte. Después de un par de sollozos ella le cuenta que ya le diagnosticaron.

III

En la cima de una colina con nombre de ciudad vasca, una joven viste guantes negros y se amarra un casco en la cabeza.

Se echa a rodar Euskadi cuesta abajo y al día siguiente se le ve caminar coja por los pasillos de su facultad.

“Yo no tenía miedo”, responde tiernamente la niña. “Hay que ser fuertes, pero ser fuertes no significa no sentir miedo”; asegura la mujer. “El miedo le da sentido a todo”, exclama con precisión la joven patinadora.

Todos conocemos ese sentimiento que difícilmente definimos, parece siempre estar ahí y estorba cual púa de cactus en el dedo anular.

Juan Diego, un pequeño niño de seis años me contó: “mi mayor miedo es, un día, verme cara a cara con la llorona”. No titubeó ni en una sílaba, lo dijo con fuerza y seguridad. Le teme a los monstruos que le persiguen en su imaginación y nosotros a los monstruos que responden a otros nombres. Entonces, le dije que hay un cuento corto en el que un niño compra un conejo de indias, en la mañana le abre la jaula y en la tarde, al regresar a casa, lo encuentra tal y como lo dejó: jaula adentro, temblando de miedo de la libertad. Pues bien, yo soy el conejo.

Antes de colgar el teléfono, tirada en la cama de mamá, le escuché decir: escribime alguito que tus palabras me llenan de alegría siempre. Es papá desde la clínica con miedo a ser olvidado.

Colgué el teléfono y reventé en llanto.

El taxi lo tomé saliendo de la misma clínica desde la que me hablaba mi papá. Le aseguré: estoy bien, me alegra verte, te extraño, pronto estarás de nuevo en casa. Pero al salir de allí explotaron las respuestas que no dije: estoy muy asustada, siento pánico.

Subí al taxi y reventé en llanto.

Y no dejo de pensar en la niña del parque, la mujer del hospital, la joven patinadora. Cómo nombran a sus monstruos y cómo siempre que tratamos de comprenderlos, se desfiguran y causan más terror. Por qué será que siempre, para amortiguar el miedo, tendremos que estar diciendo mentiritas piadosas: “todo va a estar bien, todo va a estar bien”. La respuesta es sencilla, me la compartió un amigo ingeniero, como un secreto muy bien guardado: el miedo es 5% de ignorancia y 95 de imaginación.

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