La simpatía, la indiferencia, el disgusto

Vestido floral, color borgoña. Ni una gota de maquillaje, salvo los labios oscuros. Y la mirada coqueta, aunque los ojos pequeños, como ella. Sentada en el mostrador de un café, espera hablar con alguien que no sea ella misma, a quien le teme. Se teme.

– La impresión que Emma Bovary deja en el lector se desprende de lo que constituye la novela en sí misma, prescindiendo del efecto de su lectura, la pulpa de la historia podría licuarse y tomarse de a poquitos para aprender alguna vez la manera como se hace tiempo y lenguaje. Pero yo no soy Madame Bovary y mucho menos Flaubert.

Continúa revolviendo ansiosa, nerviosa, un pocillo de barro de los que -pensaría- solo su abuela conserva. Sus uñas barnizadas transparente galopean sobre la barra del mostrador y el dedo gordo del pie izquierdo no deja de moverse, involuntariamente.

– Analizar una obra de manera objetiva, en función de las reglas universales (aunque las reglas varíen según el crítico) es ya complejo, cómo carajos podré hacer para analizar varias, al tiempo… que se conecte la una con la otra y ser capaz de contarlas más que mentalmente.

Tintinea la campanilla de la puerta que se abre. Es él, que son varios. Sin siquiera saludar, entra en escena:

– ¿Quién habla, usted o yo?

– ¿Cuál podría ser la diferencia?

– Entonces empiezo yo.

– Momento: ¡me regala por favor una aromática de cidrón! -gritó a la camarera mientras se ponía un suéter blanco- Ahora sí.

– \”Un puñado de personajes literarios han marcado mi vida de manera más durable que buena parte de los seres de carne y hueso que he conocido. Aunque es verdad que cuando personajes de ficción y seres humanos son presente, contacto directo, la realidad de estos últimos prevalece sobre la de aquéllos —nada tiene tanta vida como el cuerpo que se puede ver, palpar—, la diferencia desaparece cuando ambos tornan a ser pasado, recuerdo, y con ventaja considerable para los primeros sobre los segundos, cuya delicuescencia en la memoria es sin remedio, en tanto que el personaje literario puede ser resucitado indefinidamente, con el mínimo esfuerzo de abrir las páginas del libro y detenerse en las líneas adecuadas\”.  (Vargas Llosa, 1975)

– Sí, sí, eso ya lo sé. Dígame por favor algo nuevo.

– Bueno, tenía que empezar por alguna parte y es para mí todo un placer hablar sobre memoria, tan huidiza que es. Por ejemplo, podría recordarme usted, por qué está aquí.

– Estoy huyendo.

– ¿De qué?

– De la memoria, precisamente. Me oculto de mis rituales favoritos incursionando-o más bien robando- los rituales de los demás.

– Todos los rituales sufren transformaciones, como nosotros mismos: café caliente para las mañanas frías. Jugo de naranja para las que no tanto. Abrazo sincero para despedir los sueños. Un lugar desconocido para perderse. Una persona querida, una detestada, una sonrisa, una palabra, un apretón de manos, un encuentro sorpresivo con los miedos. Despertar, si acaso el ritual más hermoso y deseado es entre tantas cosas, ver la luz… lo que implica primero haber conocido la oscuridad. Eso, entonces, no es huir, solo es caminar.

– Sin destino

– Con destino. Uno que usted no reconoce.

– ¿Quiere que nos centremos en lo importante, por favor?

Mira el reloj. Es la primera vez durante la conversación que deja de mirarle a los ojos. Hace frío, la aromática va por la mitad y centrarse en lo importante sigue significando muchas cosas, porque en ese preciso instante lo importante era aclarar que los seres de carne y hueso también pueden ser resucitados indefinidamente: basta con solo nombrarlos para que una imagen, un aroma, una sonrisa salgan a flote.

– \”El despertar sexual de Emma ocurre en un colegio de monjas, al pie de los altares, entre el incienso de las ceremonias. La seducción está trenzada, según un sistema de vasos comunicantes en que lo erótico se contamina de religiosidad y la religión de erotismo\”.

– Parece que la educación grácil de los colegios religiosos es bastante inútil.

– No parece, así es, mírese.

– ¡Podría regalarme otra aromática por favor!

– Bueno, pero yo no soy Emma. Aunque todos seamos ella en alguna instancia, si lo fuera, la historia que estaría narrando sería otra.

– Pues dele un giro. Bien sabemos que lo común, lo corriente, solo puede tener vida literaria si el autor lo dota de excepcionalidad, autenticidad.

– Sí, pero no sirvo para esas cosas, solo escribo realidades aunque siempre ande soñando. Se me dificulta escribir sobre cosas que no estoy viendo, o que solo estoy viendo en mi cabeza. Tampoco nací con el don de la gracia, más bien, se me atrofió al nacer. Y mucho menos con el plus del misterio con el que cuentan muchos: no uso sombrero hongo hacia atrás, ni estoy sentada sobre un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyada en un saliente. No tengo a nadie amarrado espalda con espalda con sendas de toallas en las bocas. Cuánta emoción la que falta para poder contar.

– Parece conocer-me bien -respondió mientras sonreía y, casi simultáneamente, daba un sorbo a su bebida ya no tan caliente. Era la primera vez que sonreía durante el encuentro–. ¿Qué pasará después, entonces?

– Conoce bien la respuesta: esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.

– Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer– dijo.

– No se tome atributos que no le corresponden, o por lo menos cítelos. Usted no es Sam, el cocinero del cuento Los Asesinos (Hemingway), como yo no soy Max. Y quizá, si fuera más valiente, no estaría acá en medio de una conversación vacua a la espera de quién sabe qué respuestas jugando a ser algún personaje, sino tal vez, en Vietnam, observando mucho más las cosas muertas. Sin horror. \”Solamente con curiosidad para saber cómo han alcanzado su fin\”. Y podría, lanzar con el lujo que usted lanza afirmaciones que \”una juventud atareada es una juventud feliz\”, aunque sea falso.

– Si no soy Sam y usted no es Max, ni Rambo, ni Emma. ¿Para qué estamos acá?

– Porque algo de Ole Andreson sí he de tener: un boxeador.

El boxeador, dice Gay Talese, pelea por sí mismo. Está solo en el Ring. Si gana, gana: si pierde, pierde. ¿A quién podría echarle la culpa?, ¿qué puede decir? nada, fue su culpa. Tiene que admitir su responsabilidad.

– ¿Somos todos entonces boxeadores?

– No. Usted, por ejemplo, está huyendo. Pero casi todos, sí.En un estudio de televisión, en una sala de redacción, en una cabina radial, decir la verdad, más bien, una de muchas verdades, puede llevar a la ruina. Hay que hacerlo con cuidado, investigando. Están, los periodistas, todos los días sobre el Ring, una sola torcedura de tobillo bastaría para su caída definitiva.

– Estoy harto de escapar.

– ¿Usted también?

– ¿ \”También\” ?

– Sí. Ole Andreson estaba harto de escapar y si usted no es Sam, mucho menos Andreson.

– Pero Andreson es el boxeador y acabas de decir que todos somos boxeadores.

– Sí, pero usted no es él.

– Yo soy muchos al tiempo y debo irme, no quiero huir más.

– ¿De la memoria?

– ¿Podrás recordarme?

– Aún no resuelve mis dudas, no puede irse.

– No me ha dicho cuáles son. ¿Qué le acongoja?

– No saber qué decir. No saber explicar que, algunas veces, aunque intenten las palabras enmarcar la vida misma, no es imaginable eso, porque hay más vida en las palabras nunca pronunciadas, las olvidadas. Que los elementos que existen en la literatura existen primero en la realidad. Que un héroe es un héroe porque no es un héroe, como usted, que no ha dicho casi nada, pero me ha revelado todo con el solo estar. Que resulte atractivo el libre fluir de la consciencia como técnica narrativa y no saber cómo lograrlo. Que el lector no sepa quién soy yo, si soy él o soy ella. Que nadie tenga sobre mí un recuerdo cinematográfico.

– ¡Has dicho bastante ya!- interrumpió casi gritando.

– ¿Quién es usted?: ¿él?, ¿ella?, ¿yo?

– ¿Cuál podría ser la diferencia?

– No soporto pensar en mi imposibilidad para contar las historias hacia adelante, tratando de recuperar lo perdido, como debería. Mi imposibilidad de mantener al mundo bajo la iluminación perpetua, aunque constantemente me pregunte sobre la existencia.

– Bueno –dijo, jugando a ser George en el cuento de Hemingway–: mejor deja de pensar en eso.

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