Malditos sean los números

Desde pequeña se me ha prohibido maldecir.

A mi mamá no le gusta que lo haga quizás por sus creencias religiosas, no sé, a lo mejor así la criaron mis abuelos y pues, algunas veces con tristeza la observo devastada al darse cuenta que conmigo esas cuestiones religiosas no van del todo bien. Pero ese no es el caso: yo trato de no hacerlo con frecuencia para no incomodar. Aún así resulta inevitable hacerlo cuando tengo mucha, mucha rabia. Cuando pienso que lo vale:

Maldigo los números porque son parte de mí y pensar en algún momento de mi vida que no era así fue un completo error; quizás maldigo también ese momento. Porque me dije a mí misma, para encontrar calma, que era simbólicamente más que un número: que un número no era más que un número y no podría ser una radiografía del laberinto humano y pues, me comí el cuento yo solita. Me la creí.

Seguramente la persona que piense de esta manera ya no depende en realidad de los números, porque ha trascendido ciertas etapas y los números ya no son una cuestión que deba preocuparle. A esa persona tengo por decirle que sí, que puede que no comprenda muchas cosas en este momento y que quisiera comprenderlas con rapidez, sin tener que esperar años, sin tener que entenderlo, comprenderlo, sufrirlo y gozarlo, desearlo y no tenerlo, pero ahora creo firmemente que sí: que estamos hechos de números, y que aunque no suene tan bonito como \”no soy un número ni parte de una cifra\” (Calle13, 2010), los números: lo son todo.

Tengo un cuerpo y creo que también un alma. Tengo una cabeza, cientos de cabellos; dos ojos; dos orejas; dos cavidades nasales; una boca; treinta y dos dientes —en realidad creo que tengo veintiocho dientes pero no voy a discutirlo ahora—; tengo un par de pequeños pechos;  un par de brazos; un par de piernas; cinco dedos en cada mano, y cinco en cada pie. Tengo dos hermanos, dos padres, diez tíos paternos y siete maternos. Tengo un número de amigos y a lo mejor, porqué no, otro de enemigos. Tengo cantidad de gustos y disgustos. Tengo una cara para cada emoción y una emoción para cada momento.

El tiempo más que el invento mitológico, es una caja llenita de números que quisiéramos tener a nuestro servicio, pero de los cuales somos esclavos.

\”Piensa en esto: cuando te regalan un reloj, te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy feliz y esperamos que te dure bastante porque es de buena marca, suizo, con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que todo te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj\”.  (Cortázar, 2005, pág. 25)

El mundo, tiene cinco continentes, muchos países, millones de habitantes en cada uno, se hablan cientos de lenguas. Quemamos números en las neuronas que hacen y nos recuerdan que los números somos nosotros y nosotros somos los números. Las fechas son números y hasta los amores se enumeran a la hora de contarse. Los sueños vividos y los sueños por cumplir, todos enfiladitos son uno, dos, tres, miles.

Que el periódico dispone de veinticuatro páginas, que el especial dedicará ocho de las mismas. Que tu artículo son dos páginas del especial. Que el máximo son mil setecientas palabras. Que apenas llevabas doscientas. Que redactas y redactas horas y horas. Que la entrega fue de dos mil cien. Que tendrás que editar otro número para que el texto quepa en el espacio. En fin.

Alcancé a creerme que una cifra no definiría quien soy, aunque literalmente no sea así la sociedad nos define por los números que no queremos ser. Por cifras nos clasifican en toda institución a la que hagas parte. Entonces creer que no soy un número no sé si es inocente, o demasiado real como para yo entenderlo ahora, que soy tan solo una más a la que los números la hacen joven por la edad.

De pronto sí tenga que entenderlo, comprenderlo, sufrirlo y gozarlo, desearlo y no tenerlo después de todo, pero pasarán años para que eso suceda. Incluso cuando nos califican con números y creemos que estuvo bien, los números son causa de tristezas y decepciones cuando sabemos y conocemos que estuvo bien, pero no tan bien como otros: que pudo haber sido mejor. Conscientes de que le bien et le mal n\’existent pas en soi, chacun  n\’est que l\’absence de l\’autre. (Saramago, 1993, pág. 19).

En muchos casos ni siquiera es el número como tal, sino el saber que se dio todo por algo, y no fue suficiente para que un número lo reconociese: un \”buen número\”. ¡Claro!. No debo dejar de reconocer la vaguedad del asunto, que hace que nos matemos unos a otros —porque por ceros en los billetes se han matado ya varios— una vaguedad inmóvil pero perpetua.

A lo mejor la persona que piensa que no somos números, o que los números no nos definen, que no lo son todo, es consciente de que no es así pero quisiera que así fuera: trata de convencerse a sí mismo convenciendo a los demás. Pero es inevitable que la realidad le golpee una, dos, tres veces, y él tenga que repensarse cuatro, cinco… el número de veces que sea necesario. O por qué no, esta persona se encuentre perdida.

Es posible también que se la crea, como yo me la creí en algún momento: quizá se comió el cuento que yo me comí y no le supo amarguito. Quizá soy yo quien está perdida y algún día tenga que entender para encontrarme y contarme.

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