Ese jueguito para tres duró un poco más de cincuenta años antes que uno de los dos decidiera marcharse, en ese caso y en cualquier otro siempre el más frágil y vulnerable, el que se quiebra primero aunque siempre se hace el macho, es el que abre la puerta y se va.
Debí admitir: \”Hasta mañana, te quiero lo mismo pero estoy molesta, todo esto se tendrá que ir disipando pero me es imposible evitar un terrible malestar físico\”, como una de las gráciles amantes de Sartre. Pero no, en cambio, casi susurré: \”Me resulta tan extraño; es como una comedia en la que no creo del todo, porque está aún tan cerca de mí\”. Dije: Te quise. Así, en pasado. Cuando debí decir: Te quiero y siempre te querré más, por eso me duele.
Lástima que yo no sea la aguerrida De Beauvoir, ni tan feroz defensora de la dignidad de la mujer, ni de cerebralismo glacial y sobrehumano y no pude llevarme a la tumba el secreto mejor guardado por tan reconocida femme fatale: a todas-toditas-todas nos gusta sentirnos la menos perecedera.
Pero ocurrió como lo había vaticinado él: lo sempiterno también se agota.
En La plenitud de la vida, Simone de Beauvoir asegura que entre ella y Sartre existe un \”amor necesario\” y que no está de más sentir también amores contingentes. Pobrecilla, ella y el absurdo afán de justificar las irreprimibles conquistas de quien fue su cómplice más que literario, quien no estaba dispuesto a renunciar a la cautivadora diversidad de las mujeres. Esa fue la única labor que El Castor (Simone) no pudo lograr: que su amado en serio la amara. Pero cada quién elige la mentira/espejo a la que se mira todo los días.
En el antiguo régimen, la unión realizada entre príncipe y condesa no era bien vista, más que por el orden social y monetario como les hacían creer, porque tal príncipe terminaba siempre por ser el Barba azul tan temido de los cuentos de infancia y de príncipe nada de nada. Ignorando esto, una de las primeras reglas que tenían claras Simone y Sartre era que no querían hijos magnáticos. En ese juguito-jueguito para tres, los dos bebían de a sorbos y el tercero era una víctima: casi siempre las jovencitas estudiantes de Simone, grandes admiradoras y enamoradas, apenas natural. La mujer libertina, dueña de su cuerpo y pensamientos, sorteaba la pirinola y ponía todo, recibiendo a cambio palabras incluso nunca pronunciadas.
Ninguno de los dos pudo aplicar lo que, en diferentes planos, precisaban. El Castor amó con su debilidad y no con su fuerza, escapó de si misma en ocasiones para encontrarle a él, se humilló en vez de afirmarse, y supo entonces que el amor no era para ella, como para Sartre, fuente de vida y no un peligro mortal. Se equivocó al aceptar un matrimonio de la mano izquierda pero, por favor, a quién no podría siquiera tentarle.
La exigente e ingeniosa Simone de Beavour sabía que sólo se tenía a sí misma, no porque fuera demasiado para nadie, como aseguró en diversas ocasiones, sino porque cayó, una y otra y otra vez, en la necesidad de volver a verle. Y bueno, no tan distanciadas estamos muchas de ella si admitimos un nombre que podamos evocar al recitar: nada puede estar mal, si usted existe.