Pajarito mío de roja banda, canta mi pena, penita, pena

Lo que pasa es que tengo un montón de historias dando vueltas en la cabeza, un vacío inmenso entre el estómago y el pecho y he leído a dos (des)conocidas esta semana que me han revolcado todos los paradigmas. Entonces pongamos esto en alguna parte, aquí:

Dignidad es no traicionarse.

Así, simple.

Todos conocemos el cuento de Jorinde y Joringel; un par de jóvenes que se amaban y que en una caminata por el bosque dieron con el palacio de una vieja bruja que capturó a Jorinde y la convirtió en Ruiseñor; después de varios días Joringel pudo rescatarla para casarse con ella y ser felices por mucho tiempo.

Los hermanos Grimm no finalizan el cuento diciendo \”para siempre\”, pero cuando uno es pequeño \”mucho tiempo\” es casi \”para siempre\”. Todo ha sido un error de entendimiento, no digo que esté mal, que me disguste, pero me habría ahorrado muchísimos bajones emocionales en la vida comprender el cuento bien desde el principio. Recuerdo entonces lo que le dice la bruja al muchacho en la versión que transmitían por televisión los sábados por las mañanas en mi infancia: así es el amor, entenderás después de mucho tiempo por qué todas las personas se consideran a sí mismas como la persona más importante que existe. Todavía me cuesta masticar ese pedazo de verdad descarnada.

Hablaba con mi amiga Sara esta semana sobre mi último viaje y le contaba que hay personas que uno conoce como epifanías en la vida y que hay personas que, pese a todo el daño emocional, uno quisiera volver a saludar y encontrar en su camino alguna vez. Que eso de la dignidad no es más que un disfraz que le inventaron al orgullo. Sara, en cambio, piensa que la dignidad es un tema serio y para nada disfrazado: basta con no traicionarse a sí mismo. Y nos sentamos un rato bajo un árbol a preguntarnos por qué eso que nos parece que hay que hacer o seguir, a otros les parecerá tan bajo. Nada gratuito, por supuesto, la conversación venía de saber que si existiera un manual de instrucciones para soportar el desamor, uno básico diría que debo evitar todos los caminos que sospechen un encuentro con ese o esa. Pero el mío, más básico todavía, dicta que hay que perder la dignidad y aceptar tal cosa.

Que no hagás esto y yo lo hago. Que no le llamés y yo le llamo. Que no le escribás y yo le escribo, que ¿en serio querés a esa persona en tu vida? ¿por qué no?. Que ¿después de todo lo que hizo? sí. Que eso no se le hace a nadie, yo sé. Que sos una boba,  qué novedad. Que cuándo vas a aprender, algún día. Que qué manera de perder la dignidad. Que siempre podés caer más bajo. Encontré una escalera como camino al infierno y voy cantando y citando a Jorinde: soy un pajarito, te quiero no me olvides, lo que pido es muy sencillo hazme un favor; si en ti existe amor, ven y tráeme una flor, roja, roja, la traerás, y así me salvarás. Vuelve, te pido; vuelve, te quiero. Mientras doy saltos hacia abajo y más abajo y el calorcito de las brasas me abrazan. Normal. Pero no pierdo la dignidad, la recupero: cuando le llamo y le escribo y aprendo a tocar canciones y recito poemas que le evocan, recupero mi dignidad porque no me traiciono.

Iba caminando al sur de la ciudad mientras pensaba en esa conversación con Sara y un hombre aprovechó mi despiste para bajarse de su moto y amenazarme con su navaja. Esas cosas pasan, todo el tiempo pasan, yo sé; pero igual no podía creerlo. ¿Y su dignidad?¿Y la mía, cuando empecé a gritarle en la cara como una loca? Yo, de porte tan aparentemente delicado, parecía un oso agonizante que ruge furioso y cada vez más débil.

El fin de semana tuve que trabajar en una boda donde dos hombres se prometieron amor eterno, eso, y una vida llena de viajes y amigos. Para qué más. Ya me habían advertido que no aceptara ir a bodas cuando estuviera triste por un amor; fui terca porque ser terca aveces me funciona, celebré el amor ajeno y me divertí. Incluso, cuando una de las asistentes me gritó porque me hizo un pedido que no entendí y al preguntarle le parecí estúpida. ¿Y su dignidad?¿Y la mía cuando, impotente, no le respondí nada?

El sábado tuve que encargarme de la logística de una cata de vinos, el lugar me quedó precioso y tenía todo listo para esperar a los 15 invitados que tenían boleta; pero a la hora del evento aparecieron casi 30 personas que entre excusas y cortesías se quedaron allí, sin ser invitados. Es que soy prensa, es que soy amigo del enólogo, es que esto, es que aquello. Vivimos quejándonos de la corrupción pero todos los días le apostamos a la misma de pequeñas maneras. ¿Y la dignidad de esas personas?¿y la mía?

Dándole vueltas al asunto se disparan un montón de recuerdos que arrugan el corazón, desde actos pequeños y ridículos de la infancia hasta otros que significaron verdaderas pérdidas. La ley del hielo cuando era pequeña era un castigo severo, o la vez en la que tuve que llamar a mi mamá llorando porque mis dos amiguitas de tercero habían decidido no salir conmigo al descanso porque yo ya no era tan popular; la verdad es que fui bastante fea y poco agraciada, las entiendo apenas. También cuando, con maleta lista, me canceló el viaje a Santa Marta el día en que volábamos. O cuando ya en camino me pidió que no fuera, que ya no quería verme y yo juré que eso no volvía a pasarme entonces esta vez decidí viajar sola. No he tenido mucha suerte en eso del querer. Pero también muchas de mis acciones se suman a la lista de recuerdos que cuestionan la dignidad. Como decirle cínica a alguien importante en mi vida, injustamente. O confesarle a mi hermano a eso de los 15 años que ya no me parecía un súper-héroe y que era súper-normal como otros chicos porque yo había acabado de conocer a uno que me descrestaba con todo lo que me decía que leía. También un día le grité a mi hermana pequeña que ojalá no hubiera nacido, porque cuando le empezaron a salir los dientes me mordía todo el tiempo. La verdad es que admiro mucho a quien llamé cínica, mi hermano sigue siendo mi súper-héroe favorito y no podría vivir sin mi hermanita porque ella me ha dejado los aprendizajes más grandes sobre la amistad. Algunas veces uno recibe palabras-acciones que no merece, eso es todo.

Esas son historias que por las reacciones del otro y las mías han hecho que las conserve como tesoros para recordarme cosas o lecciones importantes. Y ponía todo esto que me ha pasado y no le ayuda para nada a la tristeza, en conversación con Camila y María, que no me conocen, pero a quienes leo algunas veces.

La primera es una chica de la universidad, romántica del XIX, a quien a veces escucho pedir un cigarrillo en la tienda de la facultad y siempre imagino su voz diferente a la que escucho. Camila escribe lo que a veces uno se dice frente al espejo cuando recién se levanta y luego se olvida de escribir pero no importa porque igual no hay tiempo para eso que parece estúpido y queda pesando el resto de los días. A María, en cambio, no la he visto nuncajamásenlavida. No recuerdo cómo llegué a su blog pero cuando la leí pensé que me estaba leyendo y me pareció injusto con ella y conmigo, así que quise seguir leyéndola y ahora la sigo y la leo y me parece bello encontrarme en mucho de lo que escribe.

Las presento aquí no solo porque quisiera que lo que ellas escriben no se pierda tan rápidamente en la internet, como todo, sino porque leo a María en Antes era Tutankamón y quisiera ser yo quien ya no desempolva de manera religiosa esa momia de la que espero que se desprenda todo aquello que alguna vez me gustó. Y a Camila en Lo eterno o de la imposibilidad de enamorarse en la hipermodernidad diciendo que no le funcionan las imposturas, que tiene que despertarse sintiendo ese impulso que la hace sentir que son cosas reales las que persigue y que sí, cree en el amor; y ambas me desordenan de esa manera en la que uno no sabe si reír o llorar, porque siento que no se traicionan, que sus escritos están llenos de dignidad.

Reviso todo en lo que creo, aunque cambiemos constantemente, para regresar al cuento de Jorinde y Joringel donde ella nunca cantó lo que toda mi vida pensé que cantó. En el cuento original, se supone, dijo: la palomita su muerte canta, canta su pe…, ¡pío! ¡pi!, ¡pío! ¡pi!

… penita, pena.

1 comentario en “Pajarito mío de roja banda, canta mi pena, penita, pena”

  1. Lucas Vargas Sierra

    “Joven ateniense, se fiel a ti misma y se fiel al misterio. Todo el resto es perjurio” escribió Emily Dickinson. Yo le creo. ¡Alegría!

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