Medellín es una ciudad de contrastes. Por un lado, testigo de la crueldad del conflicto, pero también una sociedad que traza nuevos caminos para reconciliarse con el dolor y honrar a sus víctimas. Dos cronistas jóvenes recorren la ciudad para conocer algunos sitios en los que el horror de la guerra trata de ser opacado por iniciativas de memoria: una lucha contra el olvido y a favor de las historias, ansiosas por ser contadas.
Casa Vivero es ahora patrimonio comunitario de la Comuna 8, donde se impulsa el sentido de pertenencia por el territorio y el respeto por los derechos humanos. Foto: Jessica Mileidy Agudelo.
Desidia a la memoria
Ligeras. Tomamos un bus de Circular Coonatra para ir al Parque del Periodista, en el Centro de Medellín. Ahora estamos sentadas en una de las bancas del lugar. El olor a marihuana satura nuestros sentidos y convierte en un intento de espejismo nuestra visión de la realidad. Para muchos, aquí flotan los pies sobre el pavimento.
—Buenas, ¿conocen a alguien que venda? — nos preguntan.
En el centro del Parque está erigido el monumento ‘Los niños de Villatina’, que conmemora la masacre cometida el 15 de noviembre de 1992 por un comando de policías adscritos al F-2. Un hombre introduce su brazo hasta lo más profundo del piso metálico de la escultura y, sin ningún escrúpulo, hala hacia el exterior una bolsa negra. Se monta en su bicicleta, como si se la hubiese arrebatado a los jóvenes de la escultura, y se marcha a vender los pequeños paquetes de marihuana contenidos en la bolsa.
El monumento del maestro Édgar Gamboa fue inaugurado el 13 de julio de 2004, luego de que el 2 de enero de 1998 el Estado colombiano reconociera su responsabilidad por la masacre ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA y pidiera perdón a los familiares de las nueve víctimas asesinadas: ocho jóvenes y una niña que pertenecían a la comunidad de la iglesia Nuestra Señora de Torcoroma, del barrio Villatina, en la Comuna 8.
Alguien se acerca. —¿Necesitan bazuco? — nos susurra.
Aquí, entre el humo, todos hacen muchas preguntas, pero ninguna por los niños y tampoco parece interesarles. La escultura en conmemoración de la masacre en Villatina es acompañada por el alcohol y las drogas, en medio del abandono. Vista así, la reparación social de las familias, a partir de la reconstrucción de la memoria, se deteriora tal y como lo hace el metal con los años y el maltrato.
Más tarde, en otro sitio de la ciudad, al conversar con Jairo Maya, defensor de derechos humanos de la Comuna 8, nos habla sobre las Madres de Villatina, organización que nació a partir de la masacre. Las Madres lograron que el estado reconociera su responsabilidad, “pero el monumento se ha perdido en el Parque del Periodista. La mayoría de la gente no sabe qué es porque es un simbolismo que debería estar en la Comuna o en el Museo Casa de la Memoria”.
Caminamos hacia la Academia Antioqueña de Historia, localizada en el marco del Parque, y allí preguntamos por los niños. La mujer que nos recibe se alarma, jamás ha escuchado algo sobre ellos. Los niños, una vez más silenciados, de nuevo perdidos en un lugar al que quizás no pertenecen.
¿Cómo es posible que ni en la Academia de Historia sepan de ellos?
— Es extraño: ahí están, pero parece que no los ven –comentamos.
Esta visita termina cuando abordamos de nuevo un bus de la ruta Coonatra. Al día siguiente continuamos nuestro viaje por la ciudad.
La trece: una canción en silencios
Extasiadas. Resulta impactante que tantos lugares esperen que nosotras los abordemos. Llegamos a la estación San Javier y buscamos el mural del colectivo SKS que perpetúa el anhelo de paz luego de que, en 2002, un operativo militar que buscaba acabar con las milicias urbanas le arrebatara los hijos a muchas madres y los alejara por siempre de sus hogares. Sin la más mínima idea de adónde debemos dirigirnos, caminamos unas cuadras hacia la Asociación Cristiana de Jóvenes (ACJ) para buscar a alguien que pudiera darnos información.
César Salazar, uno de los miembros de la ACJ, nos dibuja un pequeño mapa. Emprendemos el camino. En la cuadra siguiente nos aguarda, sin saberlo, el mural “Es la memoria”, que recuerda a artistas urbanos como Héctor Pacheco, “Kolacho”, asesinado en agosto de 2009, quien reivindicó el arte y la cultura a través del Hip Hop.
Caminamos hasta la Institución Educativa Escuela Municipal San Javier donde uno de sus murales resguarda esta leyenda: “Espejos de la memoria: Historias para no repetir. Homenaje a nuestras víctimas del conflicto”. Las huellas de colores de las manos superpuestas de muchas personas sobre la pared blanca, acompañan mensajes alentadores, escritos por aquellos que aún aman, aquellos que nunca olvidan. Detrás del mural se escuchan las voces y las risas de los niños de la escuela, como un mensaje de esperanza: “Si mencionamos sus nombres, podemos tener la certeza de que no han muerto. Nos une la memoria de nuestras víctimas y nos alienta la esperanza de la reconciliación”, dice en el mural.
El calor del mediodía se hace insoportable y el trayecto parece extenderse. El mapa que llevamos en el papel se desvanece, así que nos alejamos buscando la sombra. Por fin encontramos la Institución Educativa La Independencia; estamos seguras de que hemos hallado el mural en el que los jóvenes a través del arte gritaron: “¡Operación Orión, nunca más!”.
Pero no. Pronto descubrimos que nos hemos equivocado y que, por tanto, las indicaciones del inicio también eran erradas.Detrás de la Biblioteca Pública Centro Occidental Comfenalco no está plasmado el mural de la Operación Orión, pero sí un homenaje a la resistencia comunitaria, impulsado por el Comité de Acciones de Memoria de la 13, en mayo de 2002.
Cuatro mujeres están diseñadas en un mosaico con baldosines pequeños, pegados sobre una pared de ladrillos: tejen prendas como hilando la vida. La memoria es eso, decimos, un tejido de historias vivas que están presentes en los sueños de los niños y sus familias.
Según el Informe de la Personería de Medellín sobre la situación de los derechos humanos en 2013, la Comuna 13 era uno de los territorios más afectados por la violencia, siendo el sector en el que se produjeron más desapariciones: 50 personas. Así, en medio del conflicto, la comuna se ha llenado de murales y grafitis como una forma de resistir contra el olvido.
Se hace tarde y no queremos regresar sin localizar el mural por el cual estamos aquí. En el camino, nos topamos con el proyecto Casa Morada. Aprovechamos para conocerlo y también para almorzar y descansar unos minutos. Esta iniciativa brinda a la comunidad un espacio formativo de semilleros de radio, música, programación, entre otros. Buscan reivindicar la noche, como una resistencia al miedo que se genera entre la gente. Han realizado intervenciones para recordar algunas víctimas de la Comuna, por medio de la siembra de árboles, que denominan Jardines resistentes. Morada es un sitio al que, después de partir, sabemos que podremos regresar.
Agotadas, unas cuadras adelante visitamos Casa Kolacho, un centro cultural de Hip Hop liderado por el Colectivo C15, al cual pertenece Jeihhco, líder comunitario, rapero y grafitero. Él nos cuenta que el Colectivo recibe este nombre como referencia a un avión que pidió España a Estados Unidos para la Guerra Civil, pero cuando estuvo terminado y llegó al país, la guerra había finalizado. Jeihhco explica lo que significa: “podemos decir ‘no’ a la guerra y trabajar por la búsqueda de la paz”. Gracias a él, quien es también uno de los promotores del Graffitour, finalmente, descubrimos el mural que estábamos buscando.
El helicóptero que aparece en la obra está lanzando pintura y muestra una niña que observa a través de una ventana fracturada por un impacto de bala, tema de una de las fotografías del periodista Jesús Abad Colorado. El año pasado este reprotero gráfico visitó el Graffitour y, en medio de la emoción que le produjo ver la fotografía convertida en arte urbano, lo firmó con las palabras: “Memoria contra la impunidad y por la resistencia. Chucho Abad”. Este mural perpetúa el rechazo a la violencia a través de la intervención artística. Tres cuartos, dos cuartos, cuatro cuartos: el tempo en esta melodía es diferente al cerrar cada compás.
Tomamos de nuevo el Metro-San Javier hasta la estación San Antonio.
Parque San Antonio, una estampilla inmóvil
Agitadas. Descendemos de la estación y caminamos el Centro de Medellín hasta llegar al Parque San Antonio. El sitio no es muy concurrido, pero algunos transeúntes, ocasionalmente, se detienen a leer la placa en la que se registran las víctimas del atentado del 10 de junio de 1995, en el que veinte personas murieron a causa de la explosión de una bomba colocada en la escultura El Pájaro, de Fernando Botero, mientras se realizaba un bazar popular, a cuadra y media del Comando de Policía.
Hoy, quienes pasan y observan El Pájaro herido a causa de la explosión de dinamita, pueden imaginar el caos que la tragedia representó para la ciudad y la comunidad. La escultura dañada permanece inmutable. El hecho de que no haya sido reparada es lo que nos permite mantener vigente la tragedia y evocar, para quienes transitan por dicho Parque, los nombres de quienes perdieron la vida.
El nuevo Pájaro que a unos metros acompaña a la escultura destrozada fue enviado por Fernando Botero cinco años después. Hoy se encuentra enjaulado, producto de una iniciativa promovida por el movimiento ¡Oh, no! ¿Hábitat?, que el pasado 9 de abril conmemoró el Día Nacional de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas del Conflicto Armado y continúan realizando un llamado sobre el secuestro, como el anhelo de todo un país que aún no ha logrado concretarse.
La caminada se extiende hasta la Alpujarra por donde esperamos encontrar el bar Viejo Baúl, lugar en el que también se rinde tributo a la memoria de una masacre, pero el sitio está situado en el barrio Prado y no en la dirección que buscábamos. Comienza a anochecer, así que lo postergamos.
Casa Vivero, sueños que renacen
Renovadas. Mediodía sabatino y, aunque desconocemos cómo llegar, nos trasladamos a Sol de Oriente, “un lugar perteneciente a la comuna 8 de Medellín que tuvo un pasado trágico para muchas familias, pero en el que hoy se reconstruyen sueños”, describe Gisela Quintero, una de las lideresas encargadas de la casa a donde nos dirigimos ahora.
Luego de descender de un bus de la ruta Enciso 087, que tomamos en el centro de Medellín, estamos justo al frente de un lugar en el que años atrás se cometieron actos atroces. Este espacio, que actualmente funciona como Casa Vivero, al finalizar la década de 1990 era una zona invadida por paramilitares. Ellos, una vez desmovilizados, obtuvieron la casa en 2003, por parte del Estado, supuestamente para generar beneficios comunitarios. Sin embargo, esta casa-finca era una fachada del Bloque Cacique Nutibara para seguir delinquiendo: durante el día se desarrollaban propuestas comunitarias y en las noches era una base de comunicaciones y un lugar de torturas y asesinatos.
Cuando en 2008 la Alcaldía se hizo cargo nuevamente del lugar se encontraron restos humanos en el territorio; los terrenos que eran supuestas canchas de paintball resultaron ser, en realidad, campos de entrenamiento militar.
El 27 de diciembre de 2010 este lugar fue entregado a la comunidad y desde entonces es un sitio de reconciliación que se ha dedicado a garantizar el acceso a los derechos y a promover la convivencia y la seguridad alimentaria.
En la actualidad, Casa Vivero es un espacio para compartir, reunirse y edificar propuestas en torno al debate por defender el territorio. Allí disponen del espacio para realizar semanalmente funciones teatrales y para emprender pequeños actos simbólicos que empoderen a las familias de las víctimas: siembra de árboles en recuerdo de los aún desaparecidos e inscripciones de los nombres de las víctimas en piedras para perpetuar su memoria. “Tratamos de reconstruir lo que perdimos y aquí nos identificamos con lo mismo. Porque la memoria es el antes y el ahora”, afirma Gisela.
La Comuna 8 y muchos otros lugares en Medellín que han sido testigos del conflicto, ahora son recorridos que se heredan de la memoria. Es hora de regresar y de finalizar nuestra ruta contra el olvido con la visita a nuestro último sitio.
El Viejo Baúl, sellado con candado
—¿Y si le digo que estoy perdida? Estoy segura de que este era el camino.
—¿Estamos perdidas?
—Sí. Bueno, no. Pues, sí. Pero llegaremos, estoy segura.
Inquietas. Ya habíamos tomado el rumbo equivocado una vez y el sábado, después de abandonar la ruta de Enciso, nos desplazamos a Prado Centro en la búsqueda de un bar que ya no abren. Las calles, en medio de casas antiguas, toman un aspecto tétrico. La esquina en la que se mantiene el Viejo Baúl, entre Ecuador y Cuba donde se cometió en 1990 el asesinato de seis personas, está rodeada por algunos habitantes de calle, que parecen custodiarla. Un asiduo cliente del lugar, cuyo nombre pide que se reserve, cuenta lo siguiente:
“La taberna El Viejo Baúl está situada en una esquina del barrio Prado Centro. Los buses de Circular y de Manrique pasaban por allí. En el interior, sus paredes estaban decoradas y abarrotadas con objetos antiguos como radios, cámaras de fotografía, relojes de pared, fotografías en sepia y en blanco y negro, imágenes de santos, elepés, discos de 45 y 78 rpm, tocadiscos, carros pequeños de colección y canecas de leche, entre otros. La música era el atractivo del lugar: rock, canción social, cantantes latinoamericanos y otros temas para añorar y enamorar, también había conciertos con artistas de la ciudad o viajeros. El público asistente era en su mayoría profesional joven y estudiantil universitario, también parejas de enamorados, grupos para celebrar cumpleaños, pintores, músicos, bohemios, vecinos y era punto de encuentro luego de largos viajes por otros lugares del mundo. Es de exaltar la amable atención de sus administradores: música, licor, conversación, risas, historias, cultura, noticias del discurrir en la ciudad. Así era la vida cotidiana de su exquisita y asidua clientela”.
Y continúa: “Pero era la época de las masacres en Medellín. En Manrique, mataron a unos policías, cuando la mafia ofrecía un millón por la muerte cada uno de estos agentes; a las pocas horas, llegaron unas personas en carro y acribillaron a seis personas en una noche del viernes 4 de abril de 1990: profesionales y estudiantes que se hallaban departiendo en la parte de afuera de la taberna fueron las víctimas, entre ellos. En una versión que se difundió se dice que este lugar era frecuentado por los delincuentes que posiblemente habían matado a los policías. La realidad fue que se equivocaron de sitio porque al Viejo Baúl no iban este tipo de personas. El sábado en la mañana escuché en la radio la noticia de la masacre perpretada en este entrañable lugar donde falleció el médico de mi madre, Luis Bernardo Roldán”.
Las distintas interpretaciones sobre lo sucedido son difusas, así como las razones por las cuales el bar ya no ofrece servicio. Hoy está cerrado.
Descendimos por las calles de este barrio, que es Patrimonio Cultural Arquitectónico de Medellín, hasta llegar a la Estación Prado del Metro.
A la intemperie. Cuántas emociones se enmarcan en una sola expresión: el miedo palpitante a lo desconocido, la tensión al enfrentar realidades diferentes a las que habitamos diariamente, el frenesí del descubrimiento. Tan ajeno que resulta en ocasiones eso que es vivir: la necesaria sensación de desnudez y extravío ante el mundo. Contar el camino seguro ha de significar eso: el disfrute de estar descalzos.
*Este texto fue publicado en la edición 69 de De La Urbe y en el Especial de Memoria del portal universitario UdeA.
*Con la colaboración de Daniela Jiménez González.