La naturaleza es asombrosa y, a veces también, feroz.
El primer paso es armarse de valor y echarse al agua. Después, y tan despacio como se quiera, sumergirse y explorar. Así sin más: hay que descender y cuando, maravillados, vemos cómo brilla todo en el fondo, suplicar a la naturaleza un respirito más. No hay escape, ni otro camino a elegir: o te lanzás a la vida o la vida viene por vos y te hala sin oportunidad de nada.
En eso pensaba al escuchar a Hernán Darío Rodríguez en la radio, uno de los dos buzos rescatados de aguas del Pacífico después de desaparecer con tres compañeros más. Y en eso pienso cada mañana al salir de casa cuando mi mamá me sugiere “tener cuidado con la calle” con un sentido protector y amoroso que, en el fondo, es la carga de preocupación que ya ha compartido alguna vez diciéndome que uno sale de casa y no sabe si regresa.
Quince inmersiones en cinco días habían realizado Hernán Darío y otros cuatro buzos que, en su última entrada al agua programada, el miércoles 31 de agosto, en una cueva de un sector conocido como La Catedral en la Isla de Malpelo –una de las islas más visitadas del Pacífico colombiano, 490 kilómetros al oeste de Buenaventura–, fueron arrastrados por una corriente submarina que los alejó a más de 80 kilómetros de donde hicieron la inmersión. Esto pudo ocurrir cualquier otro día y, como a ellos, también a otros buzos que eligen dicha zona para sus prácticas recreativas. Mientras escuchaba la entrevista que le hacían a Hernán Darío, no podía dejar de imaginarlos: tan humanos y primitivos en medio de la nada. Inmóviles. Esperando que algún milagro ocurriera porque nada más podían hacer en las condiciones en las que se encontraban. La deshidratación. Las alucinaciones después de tres días sin dormir. La angustia de saber que estaban en una zona llena de tiburones. La espera a que lloviera para recibir una gota de agua que no fuese salada. La completa oscuridad. La certeza de haber llegado allí porque el buceo es algo que aman, y la naturaleza una cosa impredecible.
Aquí no hay refrán que valga: ni que “uno le busca males al cuerpo cuando lo tiene bueno”, ni que “eso les pasa por andar buscando lo que no se ha perdido”; no. Es eso lo que no aparta el tema de mi cabeza: llegaron allí sintiendo pasión por algo y ¿si no es la pasión lo que nos mueve cada día entonces qué es? … “Somos seres humanos y ganarle al mar en estas peleas es prácticamente imposible”, asegura Hernán Darío, a quien también le han preguntado en varias entrevistas si volverá a bucear, si volverá a sumergirse, si tiene miedo: como si de eso no se tratara la vida misma. La respuesta predecible después de la experiencia trágica, es que no. Que por ahora se alejará un poco del buceo, como puede resultar lógico y entendible; puede elegir apartarse de lo que un día lo hizo sentir tan vivo al verse, casi al tiempo, tan cerca de la muerte. Pero no puedo dejar de pensar en quienes, por miedo a las consecuencias, se rinden en las causas. Y entonces, pienso: la naturaleza es asombrosa y, a veces también, feroz… pero el miedo es un animal voraz al que, en ocasiones, miro agazapada, huidiza o valerosa; dejarse consumir o no, no es tanto de la naturaleza –siendo feroz– sino del hombre.