Vértigo

Lo último que escribió decía: iré a Nueva York con mis amigos este fin de semana, al regresar te busco para que salgamos. Era San Valentín, nunca antes me había importado la fecha hasta que dijo: iré a Nueva York con mis amigos, al regresar te busco… Estuvo en Nueva York, vi las fotos. Regresó al lunes, como dijo. No escribió nunca más.

Esa cosa llamada ego estaba terriblemente magullada.

Si recordara cómo dejó de doler efectuaría cada paso uno-a-uno-len-ta-men-te justo ahora.

***

Algo entre los pequeños pechos golpea tan fuerte que, sin exagerar, se nota sobre la piel. Frente al espejo, nerviosa, ves que sí, que algo empuja hacia fuera. Las manos sudan, los dedos tiemblan, las cejas y los labios están tensos, te duele la cabeza, te duele la espalda, te duele el cuello, empezás a sentir el cosquilleo que sentís cuando sabés que se paralizará el cuerpo entero. Debajo del pecho saltarín, en el abdomen, sentís que un agujero negro te consume: agudo, agudísimo. Todo pesa. Todo pesa. Todo pesa.

Entonces salís a caminar, elegís el camino viejo y dejar todo en casa, que nadie pueda localizarte en un rato. Ves el auto que soñaste, la casa que soñaste, el amor que soñaste, a todo le sonreís de lejos porque hay que ser formal, pero parece que te estuvieran diciendo: iré a Nueva York este fin de semana con mis amigos… Seguís caminando, no funciona, te regresás a casa. Tomás el teléfono, le llamás, le llamás otra vez, no contesta. Reventás en llanto -un llanto extraño que quema y aliviana al tiempo, que no podría explicarse o describirse con exactitud-, revisás la alacena y se acabó el cidrón, te sentás con tu vino favorito -lo que queda- en el balcón para ver cómo la ciudad no para mientras vos querés morirte.

La culpa es de uno, recitás mentalemente. La culpa, la culpa.

Entonces, en la cosa tecnológica que tengás más a la mano, regresás a tu escritora favorita esperando que pueda hacerte sentir mejor: que hay que tener un momento feliz, para cuando la infelicidad sea mucha; que hay que quedarse quieta, contemplar al enemigo, y después -como todo el mundo- sobrevivir; que hay que repasar el dolor hasta que un día cualquiera ya no duela tanto.

No entendés nada. No querés nada. Sacás tu libreta, no escribís nada, estás en blanco.

Mirás atrás, deseás haberte congelado en una sola fecha. Te preguntás si cambia lo que te rodea o cambiás vos. Te respondés, adolorida, que cambiás vos y todo cambia con vos.  Te aferrás al último abrazo sincero y tratás de no pensar en lo lejano que data ese abrazo. Y regresás a los lugares comunes que tenías abandonados: que nadie se ha muerto de esto, que hay que seguir caminando, que las cosas pasan porque así tienen que ser, que nos encaprichamos como niños chiquitos, que sobrevivirás. Pero seguís sin entender nada, sin querer nada y la libreta en blanco como vos.

Algunas veces cuesta aceptar, que la palabra Bien.ven.ido no es un saludo sino una despedida y que el vértigo que produce aceptarlo es más que el miedo al vacío que te espera, sino las ganas de caer en él. Algunas veces cuesta aceptar que siempre, en todas partes, habrá alguien que te diga: iré a Nueva York con mis amigos este fin de semana, al regresar te busco para que salgamos. Y no escriba nunca más.

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